Por Paola Galano
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Crónica de un show anunciado, parafraseamos a Gabriel García Márquez. Vamos a ver a Divididos una vez más y la satisfacción está garantizada (que a nadie se le ocurra pensar en devolver el dinero). Con la cabeza llena de su música fina y sus letras de un criollismo neobarroco, con el corazón lleno de la buena energía que emanan estos tres extraterrestres sobre el escenario, con el recuerdo mareado de esa voz que viene del fondo del océano… así salimos. Así quedamos todos, extasiados, poseídos como lo estuvieron ellos durante casi tres horas, poseídos por la historia de la música argentina. Divididos nos secuestró y nos depositó -como en las mejores historias de platos voladores- en una autopista hiperveloz, prolija, perfecta, una autopista en la que caben todas las estaciones. Todos los mundos en ese mundo de sonidos propios, de rock estilizado, de versiones nuevas de canciones tan tan conocidas, ese mundo de bombos legüeros, chacareras con violines y gritos a lo Luca Prodan.
“Venimos del blues y ahora mezclamos todo, todo”… se le escucha decir a Ricardo Mollo. Sentado, en el set roquero más experimental, el ex Sumo le pone palabras a lo que muchos, en el Radio City de Mar del Plata, pensamos: “Con sus guitarras hace lo que quiere”. Va y viene por esa ruta eléctrica y esos géneros en los que pretende dividirse a la música… desde el más puro sonido del rock al cuartetazo de “Sobrio a las piñas (Quién se ha tomado todo el vino)”. Y es capaz de emular el sonido de la trompeta con su boca. Y es capaz de citar el bolero de Manzanero “Inolvidable”. Y susurra en el medio de la canción “Perro funk”: “En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse”. Y a esa altura nos entregamos, en bandeja. Diego Arnedo desde el bajo aparece cual caballero intergaláctico, contracara de Mollo, menos histriónico, menos sonriente, más cómplice, cincuenta por ciento de una dupla indivisible. Aparte, descomunal, la potencia de Catriel Ciavarella desde la batería.
“Estos momentos de irnos a la mierda están buenísimos, esperamos que los disfruten”, dice en otro momento, cuando el divague y la improvisación los lleva allá arriba, lejos de los acordes de la canción y vuelven, al rato del disfrute. Porque no hay espacio para no disfrutar. El bienestar es gesto de goce en ellos y en los espectadores, que están todos sentados en las butacas, moviendo cabezas y agitando brazos, como obedientes secuestrados.
Pasan, como esos mundos adentro de otros mundos, como esas estaciones “El fantasio” (canción que abre el show), “Un alegre en este infierno”, “Vida de topos”, “Tanto anteojo”, “Salir a comprar”, “Perro funk”, “Sábado”, “La flor azul”, “Brillo triste de un canchero”, “Spaghetti del rock”, “Senderos”, “Jujuy”, “Amapola del 66”, “Salir a asustar”, “Dame un limón” y otras… Y pasan varias, muchas guitarras, y tres sets en los que decidieron dividir el show: uno poderosísimo, otro dedicado al folklore (compartieron una canción con el violinista marplatense Rubén Montoya, integrante de Luzparis) y el último, más introspectivo y distorsivo que termina encendiéndose de a poco, como al comienzo del recital. Y entonces el sonido se vuelve rock intenso, amoroso, profundo, un portal energético que nos mete en nuestra identidad sonora.